El cierre de un ciclo
Puedo decir que terminé la carrera con una excelente
preparación. Regresé a México y empecé a trabajar, dudando al principio un poco
qué tanto podría hacer como restauradora. Al poco tiempo se me presentó la
oportunidad de intervenir los cielos rasos del Museo José Luis Bello y González. Hasta ese punto sólo había restaurado
cuadros. Me di cuenta cómo en automático, de manera instintiva estaba en mí la
capacidad de proponer hipótesis de restauración y ejecutarlas, como si tuviera
dentro el chip de qué hacer y en este caso, de proponer metodologías que había aprendido en Italia y podrían funcionar. Proponer algo nuevo.
Tenía en frente de mí algo muy complejo, de dimensiones enormes (no sólo por el
tamaño de las telas) y que pocos restauradores han realizado. Y en mí se creó
una confianza de poder hacerlo, me “moví” siempre en pro de lo que fuera a ser
mejor para estas telas que se merecían una correcta y justa restauración (ahí
viene el sentimiento de obligación ante algo que simplemente se mantuvo
abandonado años). El resultado fue muy bueno y personal y profesionalmente satisfactorio.
Se creó una mancuerna laboral y de amistad inquebrantable con la que fue mi
jefa en ese momento (y después en la constructora) y me di cuenta de que podía
hacer cosas más grandes y que estaba haciendo lo que nací para hacer: restaurar
en todos los sentidos de la palabra. Soy una persona llena de defectos, pero
cuando estoy de frente a una obra de arte, mi parte segura surge y soy alguien
totalmente diferente. Ahí radica la diferencia. Ese espacio se llena de pasión
y experiencia.
Puedo decir, tranquilamente, que antes de trabajar para la
constructora en la que estuve los últimos años, mi desarrollo fue el justo. Así
como un 5 del 0 al 10. Hoy termino con un 10.
El primer proyecto en el que participé fue el de Zacatlán.
En la carrera nunca pensé que algún día iba a estar de frente a un muro,
congelándome de frío, en un templo franciscano, con un bisturí en la mano
escuchando música y que de repente, liberando pintura, me iba a encontrar con
unas patitas que iban a terminar siendo jaguares del S.XVI y que finalmente
iban a completar una escena de 7m con ríos, sacrificios de venados, personajes
y toda una compleja escena iconográficamente hablando. El sentimiento fue
indescriptible. Ahí aprendí lo que significaba “restauración integral de un
inmueble”. Aprendí lo que es el cuarterón y cómo se restauran y reponen vigas.
Aprendí que los albañiles son personas que trabajan de sol a sol, que merecen
todo nuestro respeto. Aprendí a trabajar con arquitectos y a entender las
estructuras. Mi área de trabajo cambió de ser un taller limpio y cómodo a un
enorme ex convento lleno de polvo pero lleno de posibilidades. Aprendí a llevar
un grupo de 30 personas teniendo sólo 25 años. Entendí que desde ese momento mi
concepto de restauración cambiaría para siempre y que eso era para lo que yo
había nacido. Supe que podía ser parte de un equipo que lograría cosas grandes
y que todavía los alcances no estaban claros pero que yo quería ser una pieza
en eso.
El siguiente proyecto fue Alfeñique. Representó uno de los
mayores retos profesionales a los que me he enfrentado. Ya he escrito de esto,
pero me sigue sorprendiendo lo magníficamente hermoso que es ese inmueble. Me
quita la respiración. Y me llena de recuerdos: recibiendo andamios a las tres
de la mañana, trabajando con electricistas, carpinteros, plomeros, arquitectos,
coordinando acciones, el “rush” de tener el tiempo encima y aún así terminar un
trabajo que afortunadamente fue aplaudido a lo grande. El poder platicar con un
taxista y que te diga lo orgulloso que es para la gente en Puebla tener
Alfeñique restaurado, no tiene precio ni comparación. Es como un constante
recordatorio de todo lo maravilloso que es este mundo de la restauración y que
el factor humano cobró, para mí, un nuevo significado.
Siguió Santa Rosa , La Constancia Mexicana y la Biblioteca
Miguel de la Madrid…mi espacio se quedó en los siglos XVI-XIX, un único sentido
de pertenencia.
Mi ciclo en la constructora terminó. Pero empecé con dos
años de experiencia en campo, con millones de dudas y terminé sabiendo lo que
puedo lograr como restauradora. Terminó no porque yo quisiera, sino porque hay
personas que se dedican a destruir en un lugar en donde los demás nos dedicamos
a restaurar y construir. Fuera de esas personas que destruirán toda su vida, yo
me quedo con un grupo de gente increíble que siempre va a ser importante en mi
vida: un maestro de obra que admiro en la manera de “me quito el sombrero ante
usted”, una jefa que controla mi desesperación,
un jefe que me proyecta ese tipo de lealtad que te hace sentir que
puedes seguir caminando y que si te tropiezas te vas a levantar y a levantar
una y otra vez y la gente cuyas manos hacen posible la restitución de la
dignidad a los inmuebles por los que la gente no da un peso. Eso resume, con
nudo en la garganta, lo que fue para mí ser parte de esa constructora. Y por eso yo estoy muy orgullosa.
Yo soy la restauradora que soy gracias a eso. Me formé como
restauradora en Italia, pero me convertí en una en Zacatlán descubriendo los jaguares y restaurando la pintura del
S.XVI, en Alfeñique interviniendo la enorme cantidad de magníficas molduras, en
Santa Rosa, en La Constancia Mexicana restaurando pintura y vestigios
industriales, sintiendo cómo mi corazón se rompía al ver que, después de
nuestra salida, está siendo destruida y en la Biblioteca, donde a pesar de
muchos obstáculos, restauré mis primeros portones de cantera y de madera. Hubo
gente que siempre estuvo junto a mí. Gente con quienes el respeto laboral logró
resultados maravillosos, dándome cuenta que ese fue el enlace importante,
colaboradores que siempre salieron con la frente en alto a pesar de las
circunstancias. Al final puedo voltear a ver los inmuebles, dignos,
restaurados, completos, fuertes y saber que hice lo correcto.
Así que a pesar de quienes decidieron terminar mi trabajo
ahí, yo doy las gracias a quienes fueron mi familia estos años. Ustedes saben
quiénes son.